La realeza británica anda metida en otro escándalo, y suma y sigue. El periódico “News of The World” ha sacado en portada a la Duquesa de York, mejor conocida como “Fergie”, debido a que ha sido filmada con cámara oculta por un periodista que se hacía pasar por un importante empresario al que le pedía quinientas mil libras esterlinas, más de seiscientos mil euros, por presentarle al Príncipe Andrés, su ex-marido, el cual ostenta el cargo de Representante Especial de Comercio e Inversión Internacional del Reino Unido. Es decir, que Sarah Ferguson vendía su influencia y su conexión con la Familia Real. Por si esto fuera poco, en el mismo video la Duquesa aceptaba un maletín que contenía treinta y cinco mil euros como paga y señal.
No es la primera vez que Sarah Ferguson avergüenza a la Casa de los Windsor. Su separación definitiva del Príncipe Andrés sobrevino tras ser también fotografiada con su amante mientras pasaban unas vacaciones en las que se él le chupaba los dedos de los pies mientras ella tomaba el sol. Muy elegante para una princesa real.
Y otra vez se abre el debate, ¿la realeza nace o se hace?. La Duquesa de York ha sido un ejemplo flagrante para los que defienden que los monarcas y príncipes deben casarse con sus congéneres, ya que una plebeya, por mucho pedigrí que tenga, no tiene ese sentido de la responsabilidad, del decoro, del “saber estar”, del “puertas para adentro” que los componentes de la realeza tienen desde su más tierna infancia porque han sido entrenados para ello. El Reino Unido ha tenido dos ejemplos claros de ello, Sarah Ferguson y Diana Spencer. Ambas eran “niñas bien”, en realidad eran niñas muy bien, pero no habían tenido esa educación que la sangre azul tiene, por lo que más tarde no pudieron sostener el perfil que se les exigía tras su matrimonio.
El debate queda abierto aquí. Al principio todas las plebeyas son perfectas, naturales, espontáneas. Todos dicen que son una “bocanada de aire fresco” para la monarquía. Todos aceptan que la monarquía debe modernizarse para evolucionar y sostenerse. Todos defienden que una plebeya pueda integrar sus filas. Sin embargo, una vez los efluvios del enamoramiento se van, una vez llega la rutina, una vez el peso de las responsabilidades sobrepasa a las ventajas…. la plebeya acaba cansándose, abandonando sus deberes y por último comportándose como lo que es, alguien a quien ese oficio le venía grande.
Os abro las urnas para que analicéis si es algo a lo que nosotros también nos estamos exponiendo y si llegará el día que nos arrepentiremos de que una “chica normal” entrara a formar parte de la élite más privilegiada pero también con más obligaciones del mundo. ¿Es cuestión de tiempo que nosotros seamos los próximos en avergonzarnos?… Aquí os lo dejo.